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Me asomé a la ventana buscando un poco de aire fresco, mojando de sudor un alféizar que no había conocido ni la humedad del licor ni la proximidad de una gamuza desde que me había trasladado hacía un año. Por un extremo de la calle aparecieron un par de travestís cabrioleando con prisa por una de las aceras, encaramadas en compensación inestable sobre brillantes zapatos con finos tacones de aguja. Lucían vestidos de vivos colores, terminados en escuetas minifaldas que, incluso en la distancia, realzaban apeteciblemente la rotundidad de sus culitos. Uno de ellos, una mulatona azabache de melena dorada, debía medir alambrada de un metro noventa, tenía una hechura espléndida y bajo sus musculadas piernas de defensa central, los tacones se clavaban con poderío sobre el cemento de la acera. Sin dudarlo, de un solo salto, desde la ventana entré en el dormitorio, me puse una camiseta de algodón, unos tejanos viejos, cogí la cartera y las llaves de casa y bajé trotando las enormes y solitarias escaleras hacia la puerta de entrada basic. En el silencio de la confusión me asustaba oír el estruendo de mis propios pasos saltando los escalones de dos en dos.